Yo, el otro

de Marcelo Beltrand Opazo


Él, acostado.
Mira el dormitorio y lo recorre con pausa, deteniéndose en los detalles. Los cuadros, lámparas, el reloj de pared. El color de las cortinas, el de los muros. Todo estaba dispuesto, el silencio, la quietud de la noche, la media luz.
Estira los brazos, como si fueran de goma y pudiesen alcanzar el techo y cruzó los dedos. Luego, se para de la cama y camina los cinco pasos que lo separan de la puerta de entrada, enseguida, cambia de rumbo recorre la distancia de diez pasos hasta el otro extremo del dormitorio tocando con la punta de la nariz la pared, quedando frente a un espejo que duplicaba la noche, la cama y el mundo. Y mirando el espejo, retrocede dando pasos de a uno y deteniéndose y mirando su reflejo, su repetición. Se observó con la misma atención que lo hacía hace unos minutos con la habitación, a medida que daba un paso se detenía y se escrutaba con minuciosidad de cirujano y vio ese cuerpo que era el suyo, pero que a la vez no lo era. Se encontró con esos brazos y esas piernas y ese pelo que no le gustaba y que desde ahí ya no eran los suyos. Se acercó un poco más. Y se detuvo en sus ojos, en esa mirada desafiante que sin decir, le gritaba que el que estaba enfrente no era él, sino una repetición, una mala repetición, una copia desfigurada o, mejorada, la auténtica a lo mejor.
Y se lo dijo.
Pero el otro, se lo dijo primero, le dijo que él era el verdadero y, que su cuerpo era la copia defectuosa. Atónito, escucho esas palabras, que ya no eran de él, sino del otro y, ese otro a su vez, era él mismo.
Los espejos son abominables, pensó, sin poder recordar dónde lo había leído.
Pero aceptó el desafío del reflejo, de su copia. Aceptó decirse aquello que el otro quería escuchar, las palabras y las frases que tanto se guardaba para sí. Los secretos. Ya sabía, por experiencia, que cuando estaba sólo, hablaba y se contaba cosas. Fue a buscar la silla, la única silla que poseía, la acomodó frente al espejo. Luego, fue a la cocina y se sirvió un gran tazón de café, la jornada sería larga. Volvió a la sala, se sentó, se acomodó y se miró. Se observó en el espejo de la sala, escrutó su propia imagen, un tanto distorsionada, una tanto bizarra. Y nuevamente recordó, ahora recordó, la sentencia de Borges, donde este decía que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Y sentado frente a uno de esos objetos monstruosos, en un solo acto calculado, se descubrió sentado en una silla, en un dormitorio, con una taza de café humeante en una mano, con los pies estirados y con el ánimo vencido. Estaba ahí, a la espera de que las palabras aparecieran y dieran la sentencia, porque las palabras están para eso, para sentenciar el mundo.
Dejó su propio pensamiento suspendido por unos segundos
Se rascó la cabeza. Detuvo su brazo y volvió a repetir la acción, se volvió a rascar la cabeza y con asombro, descubrió un gesto que no reconoció como suyo o, a lo mejor siempre fue suyo, pero nunca antes lo había visto con tanta claridad. A la única persona que conocía con ese gesto, era su padre, al que no conoció hasta cumplir los veinticinco. ¿Cómo era posible? Increíble, la genética pensó. Y, ¿cuándo hacía ese gesto, cuándo se rascaba la cabeza?; la verdad es que en muy pocas ocasiones era consciente de ese tic heredado, heredado por alguien que no conoció o, que conoció muy tarde, cuando él ya se rascaba la cabeza hace veinticinco años. No podía ser de su padre, se negaba a una cosa así, se negaba a la herencia de su padre. Lo negaba.
Los minutos avanzaban a la misma velocidad de siempre.
Bajó la mano con sus dedos, la acomodó en el brazo de la silla y se mordió el labio, ese gesto sí lo conocía, sabía que era de él, de nadie más, pero
La frase queda, nuevamente en suspenso, detenida en un resquicio del tiempo, en algún segundo del reloj de la pared. La estira, la da vueltas una y otra vez y vuelve a ella. No era de él, ese gesto, en algún momento de su vida lo había incorporado, se lo apropió de otro o, de otra. ¿Su madre?, se preguntó en voz alta. Sí, se respondió, de ella. De quién más, si con ella había crecido, con ella había aprendido a morderse los labios, estoy seguro de eso se dijo. Pero dudó a pesar de todo. Dudó del origen y dudó de que ese gesto, tan banal, mundano y cotidiano en su vida, fuera de él. Creyó ver en el reflejo mentiroso del espejo, a un muñeco armado de partes prestadas.
Este ejercicio no estaba resultando cómodo, pensó y, recorrió la habitación con una mirada de arena. Las paredes blancas, en realidad estaban sucias, alguna vez fueron blancas, ahora estaban manchadas, si no estuvieran los cuadros
Mientras reflexionaba sobre las paredes, el tiempo hacía el recorrido por el reloj de pared, un leve tic tac, casi imperceptible le indicaba que ese sábado el tiempo existía.
Continuó el juego, el cara y sello, donde él era una parte de la moneda y su reflejo, la otra. Decidió acercarse para poder ver más detalles. Se paró y adelantó la silla, su silla. Este objeto, esta cosa sí era de él, le pertenecía, por lo menos él la había comprado.
Se volvió a sentar.
Ahora, más cerca de su propia imagen repetida y duplicada por el espejo, quiso saber de gestos distintos o modos, e intentó una mímica, una conversación con su otro. Gesticulando, moviendo las manos y observando sus labios y su expresión en su rostro y
Se quedó nuevamente con la mirada fija en el movimiento de sus manos, sostuvo la respiración y las palabras y la vida en ese gesto. ¿Desde cuándo lo hacía?, desde cuándo gesticulaba al hablar, se preguntó en voz baja. ¿De dónde saqué esta forma? Y como en una pantalla de cine, creyó ver imágenes de su vida en el espejo, retazos de escenas vividas que le daban las respuestas a sus preguntas. Se vio, imitando a otros desplazarse y actuar como en un teatro, en un gran teatro. Se vio, imitando la seguridad que daba el movimiento de las manos, como si todo el mundo se abarcara con ellas, como si se contuviera el momento, el miedo de hablar con los otros. Se vio, dando el paso exacto en la vida, ese paso que les permite a los hombres avanzar, caminar sorteando las inclemencias de tiempo, construyendo estrategias de sobrevivencia, porque finalmente son eso, estrategias para sobrevivir o, aprender a vivir en esta pobre hermosa saga de ser hombre como dice Cortázar, pensó. Sí, las manos y sus movimientos eran una estrategia de sobrevivencia. Mover las manos, es pararse, lograr pararse. Qué extraño, dijo, me paro con las manos. En eso, se miró los brazos y sintió el frío que le causaba pensar así la vida, los bellos del brazo se erguían asustados como él, como pequeños habitantes de un desierto de piel. Y lo invadió el vértigo. Era una sensación que creyó similar a la de los equilibristas, sí, eso es, se dijo, soy un funámbulo en la vida, hacemos equilibrismo y, con esa última imagen el miedo se fue. Le gustó esa idea, le gustó la idea relacionada con las manos y con el espejo y con los funámbulos.
Miró el reloj, la manecilla de las horas, había avanzado un espacio.
Afuera, a kilómetros la mar de algún océano, horada la roca, en el mismo momento que el hombre frente al espejo toma la taza de café y bebe y huele sin dejar de mirarse, a la espera de que su reflejo haga algo inesperado, imprevisto.
Ya no quedaba olor a café en la taza concluyó.
El otro se para. Recorre la sala de punta a punta mirándolo todo, mirándolo a él, desde su mundo, que hasta hace unos segundos estaba sentado en la silla, con la taza de café en una mano y de pronto se para y recorre la sala de punta a punta mirándolo todo y se queda de pie frente al espejo, con la mirada fija a punto de decir, a punto de gritarle al otro que recorre la sala de punta a punta mirándolo todo. Esto es absurdo piensa, mientras vuelve a sentarse y busca en los recodos de su memoria, de su cabeza, algo que decir. Algo que contarse, pero no encuentra nada, sólo se ve a él, en paisajes y recuerdos, imágenes, algunas más claras que otra, pero no encuentra, ya no ve palabras sólo diapositivas.
Imagen y palabra, qué es primero piensa.
Imposibilitado de decir, mudo de palabras, eunuco de sustantivos, retrocede sin dejar de mirarse. Con la taza en una mano, la derecha, se da impulso, lentamente, como dispuesto a todo. Sigue retrocediendo, hasta llegar al otro extremo de la habitación, hasta tocar el muro y desde ahí, en posición de lanzador de jabalina, da dos pasos y arroja la taza al vacío, al mundo duplicado, en contra del otro, que ha hecho lo mismo, justo en el instante en que la taza viaja en cámara lenta por el aire espeso de la sala. Cruza sin resistencias, sin apremios de ningún tipo, cruza y corta el aire, el silencio y el tiempo y se estrella en el abominable espejo.
Y lo destroza y, se destroza.
Agitado, observa el dormitorio y comprueba que el mundo de la copia ya no está y que el duplicado no es más, que una imagen de si mismo y, ¿era yo, el otro?, se pregunta el hombre.

Eclipsado en mil pedazos por toda la habitación, las gotas de sangre manchan los fragmentos del hombre duplicado.

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