La chica extraña

Marcelo Beltrand Opazo

Era la chica más extraña que había conocido. Un día, me dijo que me quería presentar a su madre, me tomo de la mano y me condujo. Yo no dije nada, nunca decía nada, ella tenía algo así como un efecto somnífero, me adormecía su voz y sólo podía aceptar, decir que si a todo lo que me proponía o me contaba. Bueno, ese día me dijo que quería presentarme a su madre, me tomo de la mano y me condujo por calles que no conocía, luego tomamos un colectivo que subió por cerros que solo había escuchado en canciones. Bajamos, luego subimos nuevamente y llegamos a un cementerio. Todo el camino me fue contando de un hermano que estaba en el extranjero, la historia estaba tan bien armada que no me di cuenta del paso del tiempo. Me contó que su hermano se había ido a Estados Unidos hace muchos años, y que se había ido de polizonte en un barco, luego llegó a Panamá y que un traficante de armas lo había llevado a la frontera con México, a un pueblo que se llama El Paso, y que ahí paso cuatro meses esperando que el traficante volviera a buscarlo. No tenía mucha plata, por lo que tuvo que trabajar en una plantación de marihuana cerca del pueblo y que después de los cuatro meses, el hombre llegó y pudo entrar a Estados Unidos, pero que no lo había pasado muy bien me dijo, porque el traficante lo encerró en la parte trasera de una camioneta y lo atravesó por todo Estados Unidos y lo dejó en una ciudad llamada Duluth, cerca de Canadá. Después de eso, no hemos sabido nada de él, dijo, y calló, mientras yo me imaginaba al hermano recorriendo las calles de El Paso como sonámbulo, extraviado, sin saber hablar ingles, soñando con una vida distinta a la de Valparaíso. Toda esa historia me la contó mientras viajábamos en el colectivo, bajábamos por escaleras, caminábamos por pasajes estrechos hasta llegar a la puerta del cementerio.
Me contó todo eso y luego me miró, y dijo, en las puertas del cementerio, aquí está mi Mamá y quiero que la conozcas, me dijo esto mientras el sol de se ocultaba más y más. A esas alturas estaba convencido que era la chica más extraña que había conocido en mi vida. Qué hacía yo, afuera de un cementerio, a esa hora del día. Era tal mi asombro que no dije nada, no cuestioné lo absurdo que se oían sus palabras, frente a un cementerio, sólo asentí con la cabeza. Y volvió a repetir, quiero que conozcas a mi madre, me tomó de la mano y me condujo, entre tumbas y jardines, entre el silencio de un cementerio un día cualquiera, con una bruma que ocultaba un sol a medias. Olía a pasto recién cortado. Me tomo de la mano y me condujo por el gran jardín, porque era como eso, un gran jardín de una casa, los nuevos cementerios, más bien posmodernos, era como si se hubiera maquillado a la muerte, despojándola de todo ritual fúnebre que tenía. Estos nuevos cementerios eran eso, un nuevo trato con la muerte. Yo pensaba todo esto mientras ella me apretaba la mano y me conducía por el Parque Cementerio, en silencio, con paso firme. Subíamos una pequeña loma y a lo lejos divisamos a una mujer de mediana edad, con un largo abrigo, que a esa distancia, parecía una de esas góticas que pululan la noche como zombis en busca de espacio, de lugar. Así, entre la espesa niebla y el sol a medias avanzamos mientras la chica extraña me dijo que la que estaba allá, esa mujer del largo abrigo, era su madre y que estaba en la tumba de su padre y que después me contaría de el, pero ahora, ella quería que yo conociera a su madre, así me dijo, con esa voz hipnótica. No dije nada y seguimos caminando y llegamos justo al lado de la mujer gótica. Esta nos miró y la chica nos presentó. Todo así, parco, frío, igual como el lugar, la ropa de la madre, el día. No dijimos más y nos quedamos frente a la placa con el nombre del padre y el marido de estas dos mujeres extrañas.
Yo en ese tiempo iba por la vida como una goleta, o vote sin remos, así, sin rumbo. Me dejaba llevar y me deja sorprender por las cosas que ocurrían a mí alrededor y que no controlaba en lo absoluto. Tengo que reconocer que era una postura más bien cómoda, pero podía hacerlo, no tenía mayores responsabilidades. Había decidido llevar esa vida ese año. Cuando conocí a la chica extraña. Hoy cuando recuerdo ese año, creo, que en otras circunstancias no podría haberme juntado con ella, porque era realmente extraña. Recuerdo que después que me presentó a su madre me dijo que me contaría de su padre, quién había fallecido hacía años, ella se acordaba muy poco de él. Me invitó a su casa un día. Vivía en un departamento pequeño, en la calle Colón, al llegar a la Av. Francia. Llegué muy temprano, estaba brumoso, gris. Subí las escaleras, los peldaños de dos en dos, hasta el tercer piso, toqué a la puerta y ahí estaba ella, la chica extraña, con una bata negra, el rostro muy blanco, las uñas pintadas de negro. Me esperaba así, me explicó después, porque esto es importante. Ella quería hacer de la historia de su padre un ritual, convertirlo en mito. Me hizo pasar al pequeño departamento, el que estaba decorado en forma sencilla, más de lo que había supuesto, nada de extravagancias. Pero. Pero su celular sonó justo cuando nos sentábamos con un café y ella comenzaba el relato con su voz hipnótica. Contestó y me dijo que tenía que salir urgente dejándome en su departamento, solo. Me quedé ahí, sentado con el café, la decoración sencilla y la mañana gris. A las dos de la tarde decidí volver a mi casa. Nunca volvió y nunca más supe de ella. La llamé pero su celular sonaba apagado. Fui a su departamento, pero nadie salió.
Como dije, ese año fue extraño. La historia con la chica llegó a su fin, como ocurre con las cosas extrañas. Después de algunos intentos, nunca más trate de contactarla, la deje en los recuerdos de las cosas que ocurren una vez en la vida: conocer gente extraña, hacer cosas raras. Hoy, miro al pasado y me pregunto sobre la chica extraña, qué será de ella, habrá logrado construir el mito de su padre, su madre estará frente a la tumba vestida de gótica. Me lo pregunto sobre todo en días grises y fríos, caminando por las calles de Valparaíso.

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