Consumo

Marcelo Beltrand Opazo



No había nada más placentero, que poseer una tarjeta de crédito. Tenía catorce. Estuvo toda la mañana admirando lo último de la moda: los computadores y zapatos, licores, planchas y refrigeradores. Finalmente, eligió lo que iba a consumir: un par de pantalones, varias camisas, tres chalecos y esa pantalla de plasma de cincuenta y cuatro pulgadas que colgaría en el living. Se acercó al vendedor y le extendió la tarjeta de crédito, la llave de la felicidad, el aliciente ante tanta maldad. Este, con una sonrisa de aceptación, como un guardián del reino que solo permite la entrada a los elegidos, la tomó entre sus manos con fruición, manipulándola como un objeto de culto y con sumo cuidado, la pasó por la banda magnética. Esperó uno segundos. Volvió a pasarla, esta vez más enérgico, esperó. Luego levantó la vista y lo miró con detenimiento y dijo, “no ha cancelado sus cuotas, señor. Por favor, pase al departamento de cobranzas”. Luego de escuchar esas palabras se hizo un silencio incómodo. Solo atinó a extender su mano para pedir su tarjeta, pero el vendedor con voz acusadora remató diciendo, “la tarjeta se queda aquí, señor”. Con mirada lánguida, casi pidiendo perdón por lo sucedido, dio media vuelta y se dirigió a la escalera mecánica que lo conducía al departamento de cobranza. Se detuvo y observó los peldaños metálicos y a las personas que bajaban con rostros pálidos por la frustración y decidió no subir, total, le quedan trece tarjetas.

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